40 Aniversario
El otro día, al pasar por delante de unos conocidos grandes almacenes me detuve ante uno de sus escaparates donde luce espectacular desde hace meses una foto de los Rolling Stones. La imagen, buenísima, les muestra espléndidos tocando y sirve como anuncio de la edición especial con su nombre de una lujosa marca de mecheros y plumas estilográficas.
Así que allí estaba yo embelesado, observando esta gran foto, cuando desde atrás una voz interrumpió mi mirada concentrada en los detalles.
- ¿Todavía viven? ¿Aún no están muertos?
Sorprendido me giré y apareció ante mí la persona que me había referido aquellas súbitas palabras, una señora de unos setenta o setenta y tantos años, sumamente agradable, frágil y delicada, aspecto que no se correspondía con su irrupción tan necrológica y directa.
- No, no, todavía siguen tocando, le respondí yo conteniendo algunas leves palpitaciones. Hace un par de años estuve viéndoles en directo y no se puede imaginar, siguen siendo increíbles.
- Es que tienen que ser tan viejos ya, me contestó animada y aún con más confianza. Bueno -siguió diciendo- viejos como yo, creía que igual ya se habían muerto. Es que estuve viéndoles tocar cuando era joven.
- Pues entonces tiene que volver a verles, le dije. Por favor, si vienen a tocar a España no puede dejar pasar la oportunidad.
- Pero tan mayor, no sé qué pareceré yo en un concierto.
- No debe preocuparse, allí encontrará gente de todas las edades y desde luego muchos igual de mayores que usted o que yo, que no soy tan joven precisamente.
- Bueno, claro, claro, habrá tanta gente de aquella época...
Y mientras esta conversación sucedía las últimas luces de la tarde daban paso a la noche en ese trance urbano tan hermoso cuando todavía no se han encendido las farolas de la calle. Y allí los dos frente al fabuloso cartel iluminado, hasta que justo antes de emprender mi marcha no pude evitar preguntarle dónde les había visto tocar hace tantos años -En Londres, me respondió- y en ese preciso momento percibí, a pesar de la penumbra que nos circundaba, cómo su rostro se iluminaba y sentí, no sé por qué, como si esa mirada suya perteneciera a una parte de sí misma quizá olvidada y sepultada en el desván de sus emociones, como si ante ella hubiera aparecido de repente el genio de la lámpara dispuesto a concederle tres deseos. Sin duda aquél concierto de su juventud le había hecho feliz, sin duda los hechos que estuvieran aconteciendo en su vida en aquellos lejanos tiempos también habían ayudado a que así fuera. Y ahora estaba allí, ante mí, ante un desconocido, reconociéndose a sí misma de ese modo tan ilusionado, incluso me atrevería a decir tan inocente, tras quién sabe qué intricados caminos de una vida tan larga, según parecía al principio de nuestra conversación, o tan corta como seguramente nos estaba pareciendo a los dos durante ese preciso instante de fugaz despedida.
Imbécil de mí, continué mis pasos con prisa reclamado por los pensamientos que traía desde antes yo en mi mente. Mil tribulaciones me tenían esa tarde vagabundeando la ciudad, tratando de comprender asuntos que nada tenían que ver con esa isla en el océano que había supuesto esa parada compartida en el camino. Así recomencé de nuevo mi peregrinar, hasta que tras andar unas decenas de metros me quedé paralizado en mitad de la calzada. Y hasta estuve a punto de darme la vuelta y desandar ¿Cómo había dejado pasar de largo esa increíble oportunidad? ¿Cómo no le había preguntado más detalles? ¿En qué año, en qué lugar exacto, cómo fue aquél concierto que ella vio? ¿Cómo lo sintió? ¿Cuánto significó en su vida? ¡Qué estupidez la mía! Seguí andando, demasiado tarde para volver la vista atrás. Continué con mis pensamientos situados en otro lugar, en otras cosas, que no eran ni mucho menos tan ajenas a ese sorprendente encuentro como entonces me pudo parecer.
Hace 40 años Mick Jagger tenía 29 años recién cumplidos y yo 12. Y fue en torno a estos mismos días de verano solo que en el de aquél de 1976, cuando formé mi primer grupo de rock tras haber visto una noche en televisión un concierto de los Rolling Stones. Tomé la firme decisión mientras les veía en aquella pequeña pantalla en blanco y negro de mi niñez. Fue una revelación, al verles tocar supe que eso era a lo que quería dedicar mi vida entera desde ese mismo momento, y lo sentí con tanta fuerza y claridad que supe también igual de claro que jamás nada ni nadie iba a poder parar aquello. Así que a la mañana siguiente ya se lo estaba contando a mi vecino Alberto y los dos, enseguida, al resto de nuestros amigos del barrio.
Aquél concierto de los Rolling fue el detonante, el pistoletazo de salida, bien es cierto que desde los ocho años había empezado a tomar clases de guitarra, y que desde que tengo memoria recuerdo mi vida llena de música. Inolvidables aquellos primeros cassettes grabados de Elvis Presley o después el de Jesucristo Superstar, la banda sonora de la peli prohibida en aquellos años en España. Y cómo no Deep Purple, Pink Floyd, Santana, en fin, el terreno estaba bien abonado tanto para mí como para mis amigos, con quienes pasé de jugar al taco a ensayar en el corral de Javi el batería o de Alberto, el bajista. Imposible olvidar aquellos días y aquél primer grupo que formamos al que llamamos Zen.
Cuarenta años han pasado, cuarenta aniversario al que de joven no creí nunca llegar vivo. Luego, en el siguiente invierno, seguimos tomando clases y ensayando con nuestras guitarras españolas a las que pusimos cuerdas de acero y enchufamos a radios antiguas, que hacían que aquello sonara lo más parecido posible a nuestros artistas preferidos, o al menos eso creíamos nosotros. Y en la navidad del 77 al 78, un año y medio después, hicimos nuestro primer concierto ya con guitarras eléctricas.
Qué fuerza tan enorme existe en el sueño de un niño, doy fe de ello. Nunca tuve duda, lo iba a conseguir, como fuera. Comenzamos recogiendo cartones por las calles del barrio para venderlos a peso y así poder ir comprando instrumentos con qué tocar. Más adelante, a los 14 años, entré como guitarrista en una orquesta donde todos eran adultos, casados, con hijos. Ellos me concedieron la oportunidad de ganarme mi lugar, como uno más, algo que aproveché con todas mis fuerzas e ilusión. Ahora me doy cuenta hasta que punto fue importante en aquellos momentos de mi vida ser valorado de aquél modo, me hizo mucho bien.
Allí forjé la base para saber estar en un escenario, entre carromatos y remolques en aquellas inolvidables plazas de pueblo con el suelo de tierra, de polvo que mascar mientras hacía sonar mi guitarra. Entonces, hace tantos años ya, pude vivir el gran respeto hacia los músicos, algo que siento – en todos los sentidos de la palabra – que ya se perdió para siempre en España. Allí conquisté mi propio espacio y el reconocimiento de mis compañeros y de gran parte de la profesión en Zaragoza, trabajando juntos de pueblo en pueblo, ganando algo de dinero y pudiendo comprar por fin aquellos instrumentos con los que entonces soñaba. Mientras los demás chicos vivían sus vacaciones de verano yo regresaba a dormir a casa de cuando en cuando agotado, pero feliz, porque ese era mi mundo y me sentía tan afortunado.
Nunca ha sido fácil, no es fácil. “Siempre mendigando viajo” cantaba en una canción con Distrito 14, el grupo que formé después, a los 18 años, y aún la siento y aún la canto. Y fue precisamente entonces, con ese nuevo grupo formado entre amigos del barrio, cuando llegó finalmente el fruto desde siempre anhelado: La creación, el contacto directo que la música procura con lo más excelso del ser humano, con las artes, el cultivo personal, la explosión de literatura que ya traía conmigo desde niño y sobre todo la amistad y el amor de personas maravillosas que confiaron en mí. Pude disfrutar muchos días de gloria, pero también se sucedieron largas épocas de penuria, ruina y desesperación. Y conocí a fondo callejones muy oscuros por los que no desearía volver a transitar si tuviera la oportunidad de volver atrás en el tiempo. Pero la música siempre estuvo ahí conmigo, acompañándome, guiándome y siendo una constante tabla de salvación. Y hoy, al mirar atrás, me doy cuenta de que todo lo mejor que la vida me ha regalado ha llegado, directa o indirectamente, gracias a aquella decisión de niño que tomé hace ahora cuarenta años.
Son tantas las historias que podría contar, tanto mundo recorrido, tantas vidas vividas en una sola. Aunque en realidad todas ellas pudieran reducirse, precisamente, en una sola historia de supervivencia, una historia de sueños y deseos, en el fondo como la de todos. Siempre he sentido que cada vida es merecedora de ser contada en un libro, seguro, como la de esa señora tan interesante conocida frente al escaparate de unos grandes almacenes este verano, cuarenta años después.
¿Y si el concierto que estuvo viendo ella siendo joven en Londres fue el mismo que yo vi en televisión siendo un niño en el 76, aquél concierto que definió mi vida para siempre? Feliz aniversario señora, sea cual sea el suyo, mi dulce Ángel del Escaparate. Si regresan de nuevo los Rolling a tocar a España puede estar segura de que yo estaré viéndoles y le recordaré y le imaginaré a usted ahí mismo, bailando de nuevo al son de “Sympathy For The Devil” como cuando era joven, allí abajo, frente a ellos, esos viejos que tienen todo ganado, todo permitido, incluso hacer anuncios de artículos de lujo, porque eso fue siempre su existencia para la humanidad, un lujo para todos, porque siempre nos regalaron inolvidables momentos de felicidad.
Para terminar solo contar un deseo que pedí por si acaso en silencio, en secreto, por si además de a la enigmática señora hubiera podido concederme uno también a mí el asombroso genio de la lámpara. Ojalá se cumpla, aunque en realidad nunca lo sabré, en realidad ni supe a quién iba dirigido, como las canciones. Y aunque los deseos pedidos nunca se debieran contar esta vez quiero romper esa norma de la magia – siempre fui un iconoclasta - como celebración de mi cuarenta aniversario. El deseo era el siguiente: “No destrocemos los sueños de los niños, por sueños locos que parezcan, dejémoslos ser, dejémoslos existir. Tal vez habrá quien nos lo agradezca más adelante, o no, no lo sé, pero lo que sí sé es que quienes nos lo van a agradecer seguro, desde ahora y durante toda su vida, serán ellos, los niños, de momento tal vez sin palabras, con un gesto, con su sonrisa. ¿Y eso no debería ser suficiente?”.
Mariano Casanova