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SONOLAND

Distrito 14 en Sonoland, con Carlos Martos (en el centro) y Daniel Altarriba (detrás a la derecha)

En mi vida, exceptuando todo lo concerniente a mi mujer, mi hijo y mi propia infancia, creo que mis momentos más felices han sido aquellos en los que he estado grabando un disco. El proceso de grabación de un disco es para mí la dicha absoluta, aunque irremediablemente también conlleve incertidumbre y sufrimiento, pero es que en mi profesión no entiendo una cosa sin la otra. La grabación de un disco es todo aquello que soñé siendo un chaval y lo que sigo soñando desde entonces. Y esto no tiene nada que ver con la gloria posible a donde un disco me pueda conducir, sino que la grabación en sí misma es la culminación de todo mi deseo y mi sueño. Lo que importa es el proceso, el hecho exclusivo de estar en un estudio, dando forma a todo aquello que he ido componiendo y que ha ido acompañando mi vida durante un largo trecho del camino.

Un disco es la culminación - en mi caso - de un proceso vital que suele durar entre cinco y siete años de trabajo previo. Y lo que es más importante: Para mí grabar un disco no es un fin ni una meta, sino un paso más, un peldaño, un aprendizaje en el que debo de demostrarme a mí mismo que merezco continuar en esta profesión; una parte más del proceso en el que – eso sí - debo de superar todo lo hecho artísticamente anteriormente, para así ganarme el derecho de hacer un siguiente disco, con la consciencia – aunque parezca una paradoja - de que tal vez ese siguiente disco futuro nunca llegue. Desde la primera grabación que hice en mi vida siempre he sentido que ese que estoy haciendo en ese preciso momento puede ser el último disco de mi vida. Y si cada vez que hago un disco éste no significara todas estas cosas para mí me dedicaría a otra cosa, porque entendería que estoy ensuciando esta sagrada profesión a la que me dedico desde que era un niño, hace ya más de cuarenta años.

Por supuesto el hecho de grabar un disco es solo la punta de un iceberg: Siempre existe en cada grabación algo enorme, un espíritu que nadie en el exterior ve y que subyace en cada paso, en cada movimiento. Cada disco de los que he hecho tiene una historia oculta, cada uno daría para un libro, con hechos y relatos que parecerían de ficción, difíciles de creer. En el caso del último grabado, titulado “Al Final de la Ciudad Dormida”, que fue mi primero en solitario, salté todos los límites, lo hice sintiendo de verdad que era el último; lo hice pensando en dejar un último disco grabado para que mi hijo que entonces tenía siete años pudiera escucharlo y tenerlo como recuerdo mío cuando creciera. Lo grabé en unas condiciones incompatibles con la vida social y normal; llegué hasta el límite de haber dejado prevista la posibilidad de su terminación sin mí por si me pasaba algo. Cada grabación de un disco tiene su propia historia, diferente, que al menos en mi caso excede siempre buena parte de lo imaginable.

Un disco en mi vida es un ciclón emocional. Pero mucho podría hablar también de la otra parte, de la material y mundana, también oculta y siempre al límite, porque en mi caso, en el noventa por ciento de la ocasiones la grabación de un disco ha supuesto un sacrificio enorme, una difícil búsqueda de dinero, una nueva y enorme deuda a la que hacer frente en los años posteriores, una renuncia a una vida normal a cambio de realizar ese sueño, una renuncia a tantas cosas. Un disco siempre ha sido la esperanza de una vida mejor, una ilusión por conseguir ganarme la vida con mi trabajo, con mi profesión, y dejar atrás tanta miseria que conlleva una dedicación plena y exhaustiva a la música desde mi posición como creador de mis propias canciones, siempre manteniéndome firme en mi credo, siempre sin dar mi brazo a torcer: Es patético recordar cuantas veces escuché en mi vida por parte de gente que seguro era bien intencionada eso de “Haz primero una canción que pegue y luego ya te dedicarás a lo que te gusta”.

Distrito 14 grabando en Sonoland, con Jesús Alcañiz en la mesa de sonido

La verdad es que visto en perspectiva siento pena al recordar tantos momentos irrepetibles, maravillosos, vividos en el terreno exclusivamente artístico en todas y cada una de las grabaciones de mi vida. Siento pena al recordarme a mí mismo y a los míos, con la enorme ilusión puesta en cada grabación y ese inevitable pensar por parte de todos “ahora sí, este es el disco que por fin nos va a dar a conocer lo suficiente para sobrevivir”. Y nada más lejos de eso, de ahí lo importantísimo que ha sido en mi vida haberme puesto a prueba tantas veces fuera de España, para saber si de verdad no me estaba engañando a mí mismo, para ver si de verdad servía para esto.

Seguro que habrá quien pueda pensar que si tan fenomenal me fue en esas incursiones lejanas lo que debería haber hecho es quedarme allí, como en EE.UU., bien lejos de España. Es cierto, quizá ese debería de haber sido el camino, pero nunca lo llevé a cabo de un modo definitivo, así que nunca he tenido queja sobre nada, siempre he sentido que tengo exactamente lo que merezco, creo que he seguido en cada momento el camino que debía o podía seguir, en definitiva, soy feliz con todo lo vivido y conseguido, me encuentro satisfecho. Y es que a cambio de mi marcha definitiva o bien hubo un precio que no estuve dispuesto a pagar, como abandonar mi grupo Distrito 14, o bien hubo circunstancias que lo hicieron imposible, circunstancias familiares, de salud, de ruina, o el desmoronamiento del grupo durante los últimos años en EE.UU. mientras rozábamos con los dedos un lugar donde haber podido mantenernos vivos obteniendo el respeto y los medios con que seguir adelante. Fue esa una historia dolorosa sobre la que prefiero no extenderme, el barco con exceso de carga y sin parte de su tripulación quedó por poco sin llegar a puerto seguro, a merced de las olas y las tempestades. Las velas se rompieron, se rompió el mástil y al final no quedó otra opción que quemar la nave, decir adiós a nuevas singladuras, retirarse de la mejor manera posible y regresar a casa.

Y en estos momentos aquí estoy, en Zaragoza, todo está asumido y asimilado, en estos últimos años como decía, de nuevo grabé un disco, mi primero en solitario, volví a hacer algunas actuaciones alrededor del mundo y ahora estoy en el proceso del siguiente disco, y lo que es más importante, dedicado de lleno a mi familia que es lo primero para mí. Y no renuncio a ganarme la vida quedándome aquí en casa, por difícil que parezca. Amo esta tierra agreste y es posible que yo sea tan agreste como ella. No descarto ninguna posibilidad ahora que estoy solo frente al río, tampoco la de marcharme en el futuro, hasta el mar de nuevo, el tiempo dirá, aunque cada vez quede menos por delante, es cierto.

La primera ocasión en que se me presentó la oportunidad de abandonar mi casa a cambio de un futuro prometedor ocurrió hace muchos años, precisamente en unos estudios de grabación llamados Sonoland, en Madrid. Y justo de esto me acordaba el otro día, hace unas semanas, cuando me encaminé al volante hasta la capital para ver un concierto de The Psychedelic Furs, uno de mis grupos preferidos de toda mi vida. Al llegar por la Nacional 2 a la altura de San Fernando - Coslada, como siempre, mi mente y mi corazón se quedaron atrapados en el sentimiento, en el recuerdo de ese magnífico estudio de grabación situado durante decenas de años ahí mismo, en el polígono de entrada a la ciudad, cerca de la autovía, el estudio donde más veces he grabado: Sonoland, mi templo, mi refugio, el hogar donde siempre se hicieron realidad tantos de mis sueños y deseos... artísticos.

Hasta allí llegué por primera vez en 1987, de la mano del conocido locutor de radio y productor discográfico zaragozano Plácido Serrano. En aquella ocasión se trataba de una producción que organicé para grabar cuatro grupos de Zaragoza, uno de ellos el mío propio de entonces llamado Pécora Jarris, un grupo de transición formado en un paréntesis de Distrito 14, del que guardo tan buenos recuerdos. Los otros tres eran: Intrusos, Ferrobos y Extraños en el Coche.

Aquella primera vez al entrar en Sonoland la impresión fue muy profunda. A pesar de ser muy joven entonces, 23 años, yo no era nuevo en eso, no era ningún novato. Ya años antes había conocido unos grandes estudios, los Record Way Tom Studio en Frankfurt, donde habíamos grabado nuestro primer disco Distrito 14. Pero Sonoland era diferente, era tal y como había imaginado en mis sueños que debía de ser un estudio. Además no podía evitar sentir nítidamente el espíritu de tantísimos grandes artistas que yo admiraba tanto y que habían pasado por ahí, sentía su presencia, no podía evitarlo, era evidente al menos para mí que algo de su esencia había quedado impresa entre esas paredes para siempre. Allí habían grabado Triana, Iceberg, Silvio Rodriguez, Joan Manuel Serrat y tantísimos otros nombres míticos de la música española e hispanoamericana que llevaba escuchando desde niño, tan importantes para mí. Y yo estaba ahí atravesando el mismo umbral que ellos un día habían atravesado para internarse en esa otra dimensión de las canciones, de la música, del sentimiento que yo podía percibir en esos estudios donde posteriormente tuve la oportunidad de conocer a tanta gente maravillosa. Cuántos artistas, músicos, técnicos y personal del estudio que jamás olvidaré.

En aquella primera ocasión de 1987 tuve la fortuna de conocer allí a alguien que se convertiría a la postre en un gran amigo, y en un maestro, aunque a él no le sepa bien que como tal así le mencione. Se trataba de Alberto Gambino, bien conocido en su faceta de cantautor con el dúo que formaba y forma junto a su mujer “Claudina y Alberto Gambino”. Pero en esa ocasión con el sabio consejo de Plácido Serrano él iba a ejercer de productor artístico de aquella grabación. Alberto Gambino me enseñó mucho entonces. En cuestiones musicales, de composición y de trabajo con la voz, me hizo ver que no podía seguir caminando del modo en que yo caminaba hasta ese momento; me hizo replantearme muchas cosas, no sé cómo no me retiré de esta profesión tras aquél decisivo encuentro, pero el caso es que a pesar de las magulladuras continué adelante. Posteriormente y ya como amigos, o como en alguna ocasión él mencionó, como “almas gemelas”, él me enseñó unas cuantas cosas más, cosas sencillas, tan simples pero tan importantes, hasta el punto de cambiar mi vida desde entonces: Cosas como tener una guitarra acústica siempre cerca, siempre conmigo, o escribir un diario cada noche con las cosas más importantes vividas cada día, con pensamientos, con el relato de los hechos que me hubieran impactado, escritos a los que además por mi cuenta añadí un diario de sueños que apuntaba cada mañana al despertar. Cosas sencillas. Desde entonces siempre le rendí al maestro Gambino mi amistad y mi pleitesía. Para mí eso es ser un verdadero maestro.

Distrito 14 en Sonoland, Iñaki Fernández conmigo conversando con el ingeniero de sonido. o

Y fue poco tiempo después de aquella primera vez en Sonoland, cuando mi querido amigo Plácido Serrano preocupado por la falta de oportunidades para una música como la mía en esta tierra nuestra, me propuso irme a vivir a Madrid para trabajar en Sonoland, comenzando como ayudante de técnico de sonido, para poco a poco convertirme en un buen productor e ingeniero, mundo que desde siempre me ha apasionado. Además de esto Plácido me había conseguido trabajar como locutor en una radio de Madrid. Y allí fui para concretar cómo había de ser mi marcha. Recuerdo que llegué hasta Sonoland para hablar con el director del estudio. Estaba todo preparado para comenzar, también un lugar donde vivir, todo magnífico, una tentación enorme para mí, pero antes de salir del estudio, justo al terminar nuestra conversación, tuve el sentimiento de que mi lugar no estaba allí. A pesar de que era una soberbia plataforma donde todo se cocía en el mundo de la música, donde poder desarrollarme y dar a conocer mis canciones, marcharme a trabajar y vivir allí significaba abandonar a mis compañeros de grupo en Zaragoza. No podía ser, ese no era el camino que yo en mi más profundo interior sentía que debía seguir, y en la hora de la verdad ese fue la decisión que afloró dentro de mí. Mi sitio estaba junto a Distrito 14, que ya entonces andaba yo contemplando la posibilidad de volver a armar de nuevo, tras esa breve transición de Pécora Jarris. Y esa iba a ser mi decisión por mucho que Sonoland supusiera un hechizo enorme al que seguir.

Sonoland

Sin haber dado respuesta definitiva al director de Sonoland pero ya con la decisión tomada en mi corazón, salí por la puerta del estudio y me situé en la acera de enfrente en uno de los momentos de mi vida que desde entonces siempre he recordado, como si fuera hoy. Miré a la fachada del estudio, de ese lugar mágico. El atardecer caluroso de la primavera avanzada era rojizo, con un color onírico, como de cuento, fruto de la mezcla de la luz del sol poniente y la textura del humo procedente de las fábricas cercanas. Madrid, la gran urbe tan atractiva para mí estaba en lontananza, con todas sus promesas de futuro y el atardecer, tan hermoso, inflaba mi pecho de sentimientos que me unían a ese lugar, a ese estudio, a Sonoland, pero no para trabajar como técnico no. Quería y estaba dispuesto a regresar algún día no muy lejano sí, pero con nuevas canciones, con nuevas ilusiones, quería estar allí todo el tiempo posible, pero grabando aquello que algún día había de crear mucho mejor que lo que hasta entonces había creado. Quise regresar allí entre esas paredes, pero cuando estuviera preparado de verdad para mostrar mi obra, esa que algún día me haría vivir sin tener que pensar en nada más que en componer, grabar, tocar. Y ese era el templo donde todo ello habría de producirse. Y allí estaba yo, entre sueños y deseos, solo frente a esa hermosa fachada en cuyo interior se estaba produciendo un día tras otro la obra de tantos grandes artistas. Allí algún día yo quizá llegaría a ser uno más entre ellos.

Tardé unos años en regresar a Sonoland. Retomamos de nuevo el rumbo como Distrito 14 y tras un single inicial que grabamos con Angel Altolaguirre Ariz como productor en un estudio del centro de Madrid y de una maqueta producida por el gran Ollie Halsall en otro estudio madrileño finalmente fichamos con EMI, compañía con la que grabamos un disco - en otros estudios también - que tuvo bastante repercusión en toda España y también algo fuera, sobre todo en México. Y en 1994, tras un paréntesis debido a nuestra marcha a trompicones de aquella compañía, decidimos caminar solos creando nuestro propio sello al que llamamos Grabaciones el Milagro. Y a partir de aquella decisión nuestro camino se unió para siempre a Sonoland. Allí excepto dos discos fuera de España, en Cuba y EE.UU, Distrito 14 grabamos nuestros siguientes discos. Incluso el que hicimos en los estudios Egrem de Santiago de Cuba fue grabado por Carlos Martos, nuestro querido ingeniero de sonido en Sonoland que fue con nosotros hasta allí. Hasta el último de despedida del grupo en directo, en Zaragoza, fue grabado por él, esa vez con una unidad móvil que se trajo desde Madrid, en febrero de 2008.

En Sonoland conocimos a un montón de personas claves en nuestra vida, como Mané Larregla, que se convertiría en nuestro guitarrista y aún hoy sigue conmigo, a mi lado, mi querido amigo Mané. Allí vivimos mil anécdotas como nuestro divertido encuentro con Julio Iglesias, o con Sara Montiel, o las entrañables conversaciones e instrumentos compartidos con el gran guitarrista Salvador Dominguez, o la grabación que finalmente no sacamos a la luz con Raimundo Amador. Allí tuvimos las colaboraciones de Josemi Carmona de “Ketama”, de Negri de “La Barberia Del Sur” y sobre todo y entre todos ellos la de Antonio Vega, que colaboró cantando en “Valium & Champagne”, una de mis canciones con Distrito 14 del disco “El sueño de la Tortuga”. Con él entablé buena amistad y llegamos a armar un proyecto a dúo del que nunca he hablado, que finalmente por circunstancias ajenas a nuestra voluntad no pudo ser, hubiera sido maravilloso. Qué increíble todo esto. Qué increíble haber tenido la oportunidad de haber vivido tantísimas cosas, conocer a tanta gente tan extraordinaria. Podría llenar páginas y páginas contando historias vividas en Sonoland, historias entrañables junto a mis compañeros en el grupo, tantas ilusiones vividas junto a mi mujer, historias junto a la gente del estudio, qué buena gente, cuántos recuerdos imborrables con los extraordinarios ingenieros, mis queridos amigos para siempre Carlos Martos, Miguel de la Vega, Héctor Sagrario, Jesús Alcañiz, Daniel Altarriba y también Lola, la responsable del restaurante y alma también del estudio, siempre dispuesta a echarnos una mano si no podíamos pagar la cuenta de las comidas.

Pues bien, el otro día, en la mañana siguiente al concierto de The Psychedelic Furs, me encaminé de nuevo hacia Sonoland antes de regresar a Zaragoza. Hacía unos cuantos años que no llegaba hasta allí; algunas direcciones y recorridos viniendo desde Madrid de salida hasta el Polígono de Coslada habían cambiado. Pero por fin lo encontré, el lugar, la misma valla. Aparqué mi coche y bajé encaminando mis pasos hacia donde calculé que estaba la puerta donde tantas veces entramos. Era aquí, no, aquí. Todavía permanecían en pie un par de árboles que entonces estaban flaqueando la fachada, todavía la hiedra sujeta a la reja exterior, pero ya seca, sin vida. Allí estuve frente a un montón de escombros calculando dónde estaba la puerta del edificio una vez flanqueada la valla exterior; por dónde era que entrábamos para aparcar nuestro coche cargado de ilusiones. Un solar vacío en ruinas frente a mí, el sol reflejando algunos brillos en los restos de vegetación. Estuve buscando algo, alguna cosa, algún objeto por mínimo que fuera que hubiera quedado olvidado y roto entre los escombros y que me recordara a esos tiempos pasados, algo que yo hubiera visto o tocado. Todavía podía sentirlos a ellos, mis viejos héroes flotando sobre ese edificio derrumbado como si hubiera sucumbido tras una durísima batalla. A pesar de la ruina allí estaban todavía todos, con el cielo azul de fondo: Antonio Vega, Jesús de la Rosa, Paco de Lucía. Todos los momentos vividos allí se iluminaron de repente frente a mí llenando mi pecho, como aquella primera vez cuando juré que regresaría con nuevas, con buenas canciones. Hacía tantos, tantos años de eso, en aquella lejana tarde de primavera.

Crucé en la mañana luminosa de otoño a la acera de enfrente, donde una vez soñé con alcanzar el derecho a ser como aquellos enormes artistas que allí habían dejado su saber y su esencia. Calculé de nuevo dónde estuve entonces, dónde estaba el bordillo, dónde terminaba la acera. Llegaba el momento de marchar y de repente sentí cómo se rompía mi pecho mientras mis ojos se llenaban de lágrimas. Llevaba puestas mis gafas de sol, algunos ejecutivos salían de una nave cercana, ajenos a mí, a mi historia, a la historia de ese solar abandonado, a la historia de ese pedazo de tierra anónima que una vez fue sagrada y para siempre será un templo en mi corazón y en el recuerdo de tantos. Di la vuelta, me alejé poco a poco, volviendo la vista antes de desparecer para siempre. Adiós amigos, adiós sueños que durante años y años me acompañasteis, adiós Sonoland. Tratando de secar mis lágrimas sin que se notara mucho, me encaminé hacia mi coche a la par que una ejecutiva de traje de chaqueta y tacón alto salía de una oficina cercana. Entré en mi coche, arranqué el motor mirando hacia atrás por última vez y regresé a Zaragoza, a continuar como sea con mi vocación desde niño, con esta profesión tan hermosa de la música, por la que desde siempre doy gracias cada día y a la que por nada del mundo querría que mi hijo se dedicase jamás. Aunque en ocasiones, para que voy a negarlo, piense exactamente todo lo contrario.

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